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Dieguito, Ángel y Metáfora /Cristian Grosso (La Nación)

 

Cuentan que lloraba con frecuencia Diego Maradona en estos meses finales, y las lágrimas decían mucho más que tantas palabras innecesarias. Era un hombre asustado, de repente terrenal. Con los miedos de cualquiera, porque no hay sobreviviente eterno. Caprichoso, sensible y frágil.

Diego Maradona acostumbró al mundo a que, dentro de él, habitaban todos.

Desde hace un tiempo, también era un hombre cansado, que soñaba imposibles. Había perdido los súperpoderes, había colgado la capa. Ese envase maltratado no soportaba más. A su ángel guardián se le cansaron las alas. Escudo incondicional del Maradona autodestructivo y de tantas aves de rapiña.

Nadie más lo usará, ya no podrán subir al Instagram la publicidad de los habanos favoritos a la misma ahora que lo trasladaban a una internación. El mito flameará en cada bandera. Finalmente libre, después de pagar con el último suspiro. El alma y el corazón, sus partes más nobles, ya las había regalado hace tiempo.

Maradona no soportaba ser el maravilloso recuerdo de un pueblo.

Por supuesto que sabía que ya en el siglo pasado y en el estadio Azteca se había ganado la eternidad, pero en vida no quería ser olvidado. Por eso forzaba funciones, tareas y exposiciones que sólo lo desnudaban. Pocos confiaban en él, pero muchos le sacaban provecho. Él todavía se rebelaba con su rengo esqueleto, a la vez que activaba tantas ideas alborotadas. Se volvió frecuente su imagen dolorida, algo desorientado y siempre emocionado. Aquellas advertencias nada encriptadas de su hija Giannina en las redes sociales eran verdad. “Lo están matando por dentro sin que él pueda darse cuenta”, alertaba cuando amanecía la aventura por La Plata.

Lo único realmente genuino a su alrededor era la seducción que seguía provocando en tanta gente.

Caprichoso, omnipotente, desconcertante. Tantas veces irreverente. Íntimo, ocurrente, impulsivo y provocador. Imperfecto, y definitivamente atemporal. La leyenda y todas sus desproporciones. Un imprudente que a su paso despertó tempestades, revoluciones.

Y esperanza. Desde la Paternal a Culiacán. De la Ribera al Dynamo Brest de Bielorrusia. A pies del Vesubio o en Abu Dabi.

Con él, los límites siempre fueron un problema. Ya no habrá límites: los empujó hasta el más allá. “Como decirle adiós a Dios”, rezaba una de las tantas banderas que le dedicaron en su carrera. “Si jugaras en el cielo moriría sólo para verte”, otra. “San Diego… Amén”, una más. “Gracias Dios por el embajador que nos mandaste”, otra.

La histórica feligresía maradoneana y la asociación celestial. Se invirtió la distribución: si antes él encandilaba en la cancha y la grey rugía en las tribunas, ahora el mago retacón del pecho inflado estará allá arriba y los devotos acá abajo. Destino de deidad. D10S.

Quizá por sentirse representados, un imán atrajo a Maradona y los hincha. Por y para siempre. La gente se rindió frente a una unión tan notable entre un jugador y un pueblo en emergencia, frustrado por asuntos esenciales pendientes durante décadas. Consuelo de país pobre…

“La Argentina resucita con demasiada rapidez, tal vez porque se acostumbró a morir con demasiada asiduidad”, escribió cierta vez Joaquín Morales Solá para LA NACION. ¿Quién duda de que así también se podría haber referido a Diego Maradona? El “Diez” siempre pareció tener línea directa con el Paraíso y con el Infierno a la vez. El maldito entorno, sí, y su omnipotencia.

¿Fue difícil ser Maradona? Infartante. Profundo, casi esotérico. ¿Ingobernable? Él no puso el freno, nadie se atrevió a usar la fusta, los medios avivamos la hoguera. Pocas veces escuchó.

“La Argentina es un país maradoneano: excesivo, genial, autodestructivo, superviviente, vanidoso, depresivo y siempre contradictorio. No es fácil saber si la Argentina es la metáfora de Maradona o Maradona la metáfora de la Argentina”, apuntó hace algunos años el siempre inspirado periodista español Santiago Segurola.

Pocos (corrección: nadie) como Maradona para representar el insondable ser nacional.

Él resumía las miserias y los bordes de humanidad; capitán de las alegrías, culpable de los duelos. Tal vez por eso fue la identificación inmediata. Él jugó con los tobillos violeta, él se infiltró mil veces para no faltar. A muchos les dolió y a otros les produjo un raro placer verlo esposado, drogado, procesado, humillado o, simplemente, muy gordo. Fue entronizado, descuartizado y devorado.

Vengativo, a Maradona nunca le faltó rencor. Pero jamás esas sensaciones postergaron su fanatismo por el ser argentino, esa obsesión por representar a la gente.

El jugador del pueblo, motor para encender la perpetua fascinación.

Murió Maradona, esa pasión desamparada de lógicas. Otra historia apenas acaba de comenzar. Triste. Maradona lloraba en los últimos meses, ahora llora el país.

 

 

ENLACE

Murió Diego Maradona: el llanto de un ángel, metáfora de un país pobre /Cristian Grosso, La Nación (Argentina), Noviembre 25

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