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Tres novelas para reconstruir el tiempo

Los nacidos en la segunda mitad del siglo pasado vivimos un tiempo vertiginoso que ha devorado a aquel tiempo que nos vio nacer. Poco a poco se disuelve en otro que, insaciable, busca renovarse, y en donde lo viejo y lo marchito no tienen cabida. ¿Qué queda de lo que fundó el espacio donde crecimos? De los pedazos del pasado, que ahora parece tan distante, se ha erigido la actualidad, una provocativa y retocada imagen de aquello que se vislumbraba, y que luce casi infantil cuando se compara con el ahora. Las libertades sexuales, las crisis políticas, los desarrollos tecnológicos que se viven hoy están sentados sobre las bases de una convulsión previa, un mundo que experimentaba. Hoy no hay marcha atrás, por lo que hay una especie de síntoma que echa de menos la ingenuidad de ese tiempo. ¿Es acaso la nostalgia un sentimiento prematuro o más bien un sentimiento que, por esencia, sabe revelarse? La memoria, tan imperfecta como pueda ser, es la red que nos separa de lo inconexo, de vagar errantes en la cotidianeidad. Es la palabra la que nos hace recordarnos y olvidarnos, como dijo Walter J. Ong.

En este proceso de construir la memoria, la literatura siempre tiene su propia propuesta. Tal es el caso de tres novelas: El cuerpo en que nací (Anagrama, 2011), de Guadalupe Nettel, Formas de volver a casa (Anagrama, 2011), de Alejandro Zambra y Hablar solos (Alfaguara, 2012), de Andrés Neuman, quienes exploran, cada uno a su manera, la complejidad del recuerdo. Los tres autores conectan con la idea de contar el tiempo perdido desde el regreso a la niñez, como una tierra inevitable, que permite extraer trozos de un rompecabezas, donde lo “real” es una estrategia ficcional, y al mismo tiempo, un mecanismo mucho más complejo que revela, no una verdad individual, sino una esencia generacional. Escritas en tiempos no muy distantes entre sí, estas tres novelas breves, se asemejan en el tono biográfico, íntimo, con una narración navegante en el recuerdo que interpreta su propia vida.

En la novela de Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973), El cuerpo en que nací, tiene la virtud de estar contada con una prosa sencilla, cadenciosa y ágil que permite leerla de una sentada. La historia comienza con la protagonista contando que nació con un lunar en el ojo derecho, circunstancia que es el punto de partida para situarnos en los primeros recuerdos de una niña en un cuerpo frágil e imperfecto, incapaz de ver completamente debido a un parche que le es impuesto por el médico para fortalecer el ojo defectuoso, el cual es una de las cosas a corregir: “Pero la vista no era la única obsesión en mi familia. Mis padres parecían tomar la infancia como una etapa preparatoria en la que deben corregirse todos los defectos de fábrica con los que uno llega al mundo y se tomaban esa labor muy en serio” (15). Ella desarrolla una híper sensibilidad táctil que la orienta en su universo infantil de juegos y riesgos pero sobre todo, en la diaria maravilla de descubrir el mundo. La protagonista, a través de una especie de charla con una psicoanalista, hecho que nunca se termina de definir en la narración, nos toma de la mano y nos lleva a los territorios más íntimos de su moderna familia de clase media mexicana de los años sesenta y en un país de vive una atmósfera progresista y de aparente prosperidad. Esta niña va aprendiendo a adaptarse a su medio al tiempo que sus padres experimentan la libertad sexual que los lleva a la ruptura, mientras esta niña crece y se educa en una escuela Montessori, vive en una unidad habitacional muy cercana a donde aconteció la trágica matanza de Tlatelolco, en 1968, donde también hay inmigrantes chilenos, sobrevivientes de la dictadura de Pinochet, o argentinos que decidieron salir de su país. En este ambiente descubre su cuerpo y los primeros despertares sexuales en una escalera, las diferencias entre un cuerpo masculino y femenino mientras juega al fútbol. Desde su perspectiva intuitiva y perspicaz observa y nos da cuenta de sus transformaciones: de un momento donde no tenía absoluto control, a uno en el que poco a poco va conquistando terreno de sí misma, pese a cambiar de país y de idioma. La novela también profundiza en la continua confrontación de la protagonista con la figura de la madre (la mujer moderna, profesionista pero que no tiene tiempo para los hijos) y la abuela (la mujer que al final de cuentas es la que se queda en el hogar) y cómo poco a poco crece la conciencia sobre sí misma, de su medio y la adaptación lenta pero incesante.

En esta continua confrontación con la autoridad de los padres, la novela de Nettel se asemeja a la escrita por Alejandro Zambra (Santiago, 1975) Formas de volver a casa, la cual también explora el pasado desde el punto de partida de la infancia y el tránsito a la adultez, lo que desde luego, desemboca en el reproche a la figura de los padres y en la confrontación consigo mismo ya en la etapa adulta. En el caso del protagonista de esta novela, la dictadura chilena es un tiempo ya pasado pero más o menos cercano, con evidentes heridas y temores por parte de la sociedad. La médula del libro es el constante alejamiento del hogar en la búsqueda interna de experiencias, que es el paso necesario hacia la madurez. Es la observación del dolor secretamente compartido, aunque no igual ni tan intenso de quienes vivieron en carne propia la dictadura y sus horrores. Es el reproche a una historia familiar sin sobresaltos, a unos padres que no fueron capaces de tomar una postura en contraste con quienes sí lo hicieron y padecieron por ello. La anécdota del protagonista siendo niño y que se pierde y que encuentra el camino a casa es una idea que se repite y se transforma a medida de que va creciendo y es capaz de tomar decisiones. El hombre que, a la vuelta de los años, también regresa al hogar paterno, ya con una mirada transformada y que a través del recuerdo reconstruye su memoria: el tiempo de la infancia perdido y reconstruido por medio de la literatura. La mirada de las pequeñas cosas, de los detalles de una vida cotidiana que habitan la infancia pero que la hacen nebulosa y por la que subyacen dudas, hasta el advenimiento de la consciencia. Es un libro que trasciende hacia una receptividad del pasado que ha forjado el presente, una perspectiva sutil y habilidosa, a veces desgarrada, otras humorística, pero que siempre nos deja la nostalgia como sabor de boca.

Por otro lado, el libro de Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977), elabora una novela narrativamente más compleja, con tres voces distintas, las tres orientadas hacia el recuerdo más o menos inmediato y con la dolorosa experiencia de la enfermedad. El padre, la madre y el hijo se hablan a sí mismos, en la soledad de su interior sobre un hecho que les dejará una marca de por vida: la enfermedad terminal del padre. Mientras Mario y Elena, este matrimonio que presiente la muerte del primero, se concientizan de la finitud de su tiempo juntos, Lito, el hijo de ambos, es “protegido” de la verdad. En la novela, la muerte es un estado que se puede asimilar, pero no la culpa que genera a su alrededor. La inocencia de la infancia de Lito, el procurarle momentos y recuerdos felices es la preocupación de sus padres, quienes por la enfermedad ven trastabillar su amor, el deseo, aunque no las ganas de estar juntos. En este sentido, Elena llega a ser un personaje entrañablemente complejo, de innumerables dudas y culpas, de un autodescribimiento de un lado perverso, humano y a la vez dulce. Es un ser dual que a medida que la enfermedad de Mario empeora, se separa de lo que hace, de lo que dice y de lo que piensa. La enfermedad genera un continuo estado de cambio para quien la padece y para quien lo observa, es una tierra fértil para cuestionamientos sobre el bien y el mal, sobre la bondad y el egoísmo. La muerte cuestiona también, si es un tipo de cobardía o heroísmo. El dolor es visto también por parte de Elena no como un acto de redención, sino de procurar salir del analgésico estado al que lleva soportar la lenta agonía de su compañero, el dolor le procura emociones, mientras que la resignación la paraliza. En este sentido, el libro transita por el recuerdo, la niñez, el matrimonio, la infidelidad, la vejez de una manera profunda y vehemente.

Las tres novelas tienen como punto en común a personajes que viven la exploración al pasado y su lenta pero continua transformación al presente. La mirada hacia el tiempo, uno en el cual quizá había más ingenuidad y más alegrías, un tiempo extinto, cambiado o totalmente perdido. Estas novelas son como una serie de fotografías que explican un determinado momento, al tiempo que lo recomponen, lo ficcionalizan, lo crean nuevamente. Es evitar su pérdida, salvarlo del olvido, pero también desde un ángulo íntimo, personalísimo y por lo mismo, entrañable porque no buscan maquillar, sino al contrario, logran literatura que refleja honestidad, los tres autores se aventuran a narrar situaciones dolorosas o poco halagüeñas y no temen adentrarse a contar como si de ellos mismos se tratara. Las similitudes entre los autores y las obras son engañosas y ponen sobre la mesa nuevamente la idea de una literatura biográfica, anecdótica, autorreferencial. Si bien tanto Nettel como Zambra y Neuman ponen a sus protagonistas como escritores, incluso haciendo referencia a personas reales como si de ellos mismos se tratara, reflexionando sobre literatura y libros, sobre el ejercicio de escribir, los autores trazan la frontera de la ficción y la autobiografía y proponen una lectura más libre al tiempo que íntima. Tampoco importa si lo que se cuenta es o no “verdad”. Lo que realmente trasciende es la verosimilitud y la honestidad de las tres novelas, la preocupación por capturar el momento fugaz que es la vida en una prosa impecable, que atrapa al lector desde las primeras líneas y que no lo sueltan hasta el final.

 

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