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Las manos de Agnès /Isabel Coixet (XLSemanal)

 

La recuerdo sonriente, ácida, sentenciosa, divertida, siempre con golpes ocultos. La recuerdo en París en su productora, Ciné-Tamaris, rodeada de chicas que la adoraban y le traían baguettes de jamón york con mantequilla y le comentaban sus cosas, y ella, las suyas. La recuerdo en Cannes dormitando al sol, bebiendo champagne, hablando con todo el mundo, preguntándome si iba bien peinada, si le buscaba el bolso, que se lo había dejado en su habitación, criticándolo todo, riendo… Y la recuerdo mirándose las manos, como si no le pertenecieran, esas manos que surcaban el aire y el sol, esas manos que, según ella, eran los únicos testigos de su edad verdadera: cada mancha, cada arruga, cada pliegue cuentan la historia de una vida plena, de una de las vidas más plenas que conozco.

Cuando conocí a Agnès Varda, acababa de dirigir Sans toit ni loi, una película monumental sobre alguien (Sandrine Bonnaire) que se va deslizando desde una vida ‘normal’ hasta la muerte en una cuneta. El impacto de esa película en mí fue devastador. Es un filme que ha influido en muchísimos cineastas del mundo hasta llegar a Nomadland, que le debe mucho. Recuerdo entrevistar a Agnès sobre ella y admirarla doblemente al escuchar la sencillez (una sencillez compleja, pero exenta totalmente de pomposidad) con que hablaba de la génesis de la película. Escuchar a Agnès siempre fue para mí una lección de vida, me hizo darme cuenta de algo en lo que raramente había pensado: que las mujeres que hacen cine hablan de sus películas con cariño y distancia. Saben que lo que hacen tiene valor, pero no te lo venden como si hubieran descubierto el Santo Grial. No hay artificio en la manera en que hablan de algo que les pertenece, que ha salido de ellas; son mucho más conscientes que sus colegas masculinos, siempre dispuestos a dar lecciones, de que una película es algo sagrado, que nace de una palabra, una imagen, un sentimiento, un fragmento de una idea, un sonido a veces armónico, a veces discordante.

Una de las pocas cineastas del ‘Nouvelle Vague’; recibió un Oscar honorífico dos años antes de su deceso. (marca.com)

 

Una película es algo tremendamente físico y extrañamente místico. Agnès fue la primera en formularlo y en reformular los límites de la narración. Las películas que siguieron a Sans toit ni loi, que fue su última película con una narrativa digamos ‘clásica’, fueron una auténtica revolución, tanto de contenidos como de la manera de acercarse a ellos desde un yo curtido y sereno y humilde. El impacto de Los espigadores y la espigadora, la libertad del filme, no vienen de un propósito concreto de crear una obra, vienen de la libertad de una creadora en plenitud, que sabe darse espacio y tiempo y margen para el error y que no siente ningún miedo. Alguien capaz de mezclar lo profano y lo cotidiano, lo místico y lo terrenal con un talento sin par. Que nos quiere hacer sentir lo que ella sintió, que nos da la increíble oportunidad de estar en sus zapatos, de que seamos la niña Agnès, la adolescente Agnès, la mujer Agnès.

(En 1955 filmó un largometraje precursor: La Pointe Courte. FOTO AFP

 

Agnès siempre fue consciente de que, de haberlo ‘vendido mejor’, de haber escrito sesudos ensayos sobre lo que había creado, habría entrado en el Olimpo de los que la crítica del cine mundial respeta y venera. Todo eso le importaba un pito. Cuando me siento sin fuerzas, decepcionada, hundida, recuerdo las manos de Agnès cogiéndome las mías y diciéndome: «Nada de lo que escriban sobre ti tiene la menor importancia; lo único importante son ese puñado de imágenes que creas. Anda, tráeme la chaqueta, que no sé dónde la he dejado y está refrescando».

 

LIGA

Las manos de Agnès /Isabel Coixet, XLSemanal-ABC (España), 25 Marzo

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