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Efímera Autoestima

Francisco Ortiz Pinchetti /SinEmbargo.com (México), 8 Sep

“Te veo muy bien, Paco”, me dijo el otro día un amigo al que no había visto en años, colega además. “¡Estás igualito!”. Su comentario, que pareció espontáneo, me levantó el ánimo como sifón. Lo que le llaman la autoestima. No se lo dije, pero me hizo sentir reconfortado en medio del alud de noticias sobre enfermedades y fallecimientos de conocidos o amigos en las últimas semanas, algunos de ellos muy cercanos. Uno tras otro, horror. Quiéralo o no, esa tétrica cadena lo sugestiona a uno y lo hace pensar sobre los límites de su propia sobrevivencia.

Por eso fue tan importante el comentario de mi antiguo compañero cuando nos encontramos casualmente en un Oxxo de avenida Universidad mientras buscaba una bolsa de Fritos con chile y limón. A la sorpresa agradable de volverlo a ver se sumó su generosidad inmensa. Nunca imaginé lo que una frase puede significar, sobre todo si la consideras sincera, como fue el caso.

Y es que la verdad uno se azota a veces de más, con eso de la edad. Como que se está exageradamente susceptible ante el tema. Sobre todo cuando, involuntariamente por supuesto, alguien te hace sentir viejo al tener una atención contigo. Como el señor que te ayuda a subir un escalón o la muchacha que te sede el asiento en el Metro. Es horrible. Uno debería agradecerlo, pero en realidad se siente gacho, entre otras cosas porque da por supuesto que la otra persona se ha percatado de nuestra decrepitud, lo que no es necesariamente cierto.

Yo le agradezco al policía que abre el acceso a las personas de la tercera edad en la estación Insurgentes Sur del Metrobús cuando sin reparar en mi aspecto me pide mi credencial del Inapam para confirmar con mi fecha de nacimiento que tengo ya derecho a la gratuidad. Me dan ganas de abrazarlo, por Dios. En cambio detesto al que me abre la puerta sin más apenas me ve venir, cuando estoy todavía a tres metros de la entrada.

El día en que recibí el espaldarazo anímico con la frase feliz de mi amigo me puse a revisar todos los buenos síntomas que confirman mi estado de salud, según yo envidiable. A mi edad, como de todo y camino bastante bien, aunque de repente tropiezo. Salvo malestares pasajeros e intrascendentes como una gripe, no padezco achaques de ningún tipo, ni estomacales ni respiratorios ni menos cardiacos. Hago ejercicio moderado, que debiera hacer más; trabajo a ratos intensamente, lo que me motiva y a veces me entusiasma; tengo buena memoria, leo cuanto puedo para estar informado, oigo noticieros de radio a todas horas, me gusta la grilla política, disfruto intensamente mi ciudad, me trepo al trolebús, me encanta viajar. En suma, creo que estoy bien y que además así lo parezco físicamente.

“No me puedo quejar”, pensé luego de repasar los casos de muchos amigos o conocidos a los que la edad les pega de manera evidente y que se lamentan amargamente de las limitaciones de todo tipo a las que se ven obligados. Pienso que la mayor limitación que padecen es meramente sicológica, que deriva en un decaimiento anímico y un pesimismo inevitable. Repasé los nombres de algunos que ya han fallecidos y a todos les atribuí razones que a la vez supuestamente me exoneraban. Es que fulanito no cuidaba su alimentación, estaba muy gordo. Es que zutanito llevaba una vida absolutamente sedentaria. Es que menganito nunca se hacía un chuequeo médico, como yo, para conocer su estado de salud y seguir las indicaciones pertinentes.

Reanimado como estaba ese día, me dio por darme una vuelta por las tiendas de Insurgentes, mirando cosas aquí y allá, una sala ultramoderna, un refrigerador, las últimas novedades en cafeteras. Hurgué entre la ropa de marca, me probé un par de sacos, un sombrero de fieltro. Con él en la cabeza me miré frente a un espejo y me sentí, palabra, profundamente satisfecho.

Más tarde me puse a hacer planes y reservaciones para mi próximo viaja a Serbia y dediqué un buen rato a reunir información para mis futuras columnas en SinEmbargo. Chequé los pagos pendientes y elaboré una bitácora para programar algunos arreglos pendientes en la casa, incluido el cambio de mastique en los vidrios de la ventana de mi habitación, ya deteriorado, que he postergado demasiado tiempo. Claro, ahora será necesario esperar a que se acaben las lluvias.

Dicen que no hay mal que dure cien años… Ahora sé que tampoco hay dicha que dure 24 horas. Les platico que esa misma noche, todavía cilindrado por el comentario de mi amigo, fui al súper para hacer algunas compras. Ahí comprobé que si bien una frase elogiosa puede catapultar nuestro ánimo hasta las estrellas, igualmente otra frase, una circunstancia inesperada puede aniquilar nuestro entusiasmo y hacernos patinar hasta niveles francamente depresivos.

Como de costumbre, me dirigí directamente con todo y carrito al área de frutas y verduras. Tomé unas manzanas verdes, que son las mejores; unas calabacitas, un paquete de espinacas baby y mis infaltables apios. Todo muy sano. Estaba por escoger algunos floretes de brócoli, de cuyos atributos alimenticios soy un convencido, cuando una señora bien vestida que también llevaba su carrito se detuvo frente a mí. “Disculpe, señor”, me dijo comedida. “¿Tiene ya algún plan de previsión de servicios funerarios?”. Válgame.

 

 

Link http://www.sinembargo.mx/08-09-2017/3302616

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