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Cuarón versus Lorca (o la nostalgia por las nanas)

El fin de semana pasado luego de su estreno en Netflix, vi Roma, la laureada película de Alfonso Cuarón, y, como miles de personas, tenía la impresión de estar ante una obra maestra sin siquiera haberla visto. Algo tiene la expectativa que genera el juego mediático que me hace sentir una especial ansiedad cuando todo el mundo habla de algo que yo no he podido ver.

Así que Luis Miguel, nuestra amiga Elisa y yo nos sentamos plácidamente en casa a ver esta joya fílmica y a medida que la trama avanzaba también se tejían los elementos que guiarían nuestra conversación: el primer y desagradable plano de la caca del perro, los nostálgicos muñequitos de luchador, la música de Juanga, el desnudo frontal innecesario; o bien, más interesados en la historia como telón de fondo, por el retrato de la ciudad, las protestas estudiantiles, el profesor Zovek y la vida de dos mujeres de dos clases sociales que viven bajo el mismo techo con algo en común: sus parejas son un asco de hombres.

Al terminar la película medio en broma medio en serio les dije a Luis y a Elisa que “me había faltado algo” en la película, que la sentí como una serie de estampas sucesivas que no llegan a un clímax. La imagen de Cleo trasciende, pero no su voz; su tragedia se entiende, pero su historia no cobra humanidad. De alguna manera, la fuerza de la película radica en lo que dicen las imágenes, y no los personajes. Quizá por la expectativa y porque esperaba algo más contundente, más desarrollado. Más lorquiano. Pero también entiendo que esa sensibilidad es difícil de lograr. Sin embargo, Roma es como un hermoso mural en movimiento, un retrato de un tiempo hecho película. Así como hay películas que logran transmitir la potencia y complejidad de una novela, o hay otras que tienen la intensidad y la contundencia del cuento, la película de Cuarón tiene las virtudes de lo poético: en la imagen logra más poder interpretativo.

La actriz Yalitza Aparicio impacta porque en su rol de Cleo se reflejan muchas mujeres física y emocionalmente; en su situación de marginalidad y servidumbre se miran al espejo muchas personas todos los días. Tanto en la presencia de Yalitza como en la ausencia del paradigma femenino comercial, la sociedad mexicana se asombra y turba de verla en la promoción del filme como una figura de cine hollywoodense (delatando así sus prejuicios de clase). Ver la sinceridad en el rostro de esta actriz que no es sujeta a la típica edición racial y social del cuerpo a la que la televisión, el cine y las revistas nos tienen acostumbrados, es ya, por sí misma, poderosa.

Sin embargo, Roma ha tenido otras respuestas interesantes, en la que de pronto se han hechos visibles muchos comentarios y artículos con las memorias de nanas y criadas indígenas a propósito de la película. Desde el contexto del entretenimiento, las criadas eran caricaturas, o meros accesorios para realzar una clase social del chocante melodrama telenovelístico. El modelo de servidumbre importado de la sociedad victoriana vive todavía en el espíritu de las clases adineradas, que ven en los empleados domésticos, además de la obvia necesidad práctica, un símbolo de estatus.

Y México es una sociedad en la que hasta hace no mucho (antes de la exagerada corrección política) era común escuchar frases como “se fue como las chachas”, o “la gata de la casa”. Las sirvientas, las nanas, las criadas eran personas de segunda que incluso carecían de nombre propio, y siempre eran mejor conocidas como “la señora que viene a ayudar”, “la señora que plancha”, “la señora que limpia”. Era un hecho “casi” raro en muchas familias de la clase alta dejar que a un niño lo dejaran encariñarse después de cierta edad con su nana, especialmente si esta era indígena. La primera lección de discriminación se daba en casa.

Conocí algunas historias muy tristes de mujeres que trabajaron en el servicio doméstico, que mantenían impecables otras casas, pero la suya era todo caos porque no tenían tiempo de atenderlas, pues carecían del tiempo necesario para atender sus hogares, y el tiempo para sí mismas, está de más decirlo, inexistente. Me acuerdo en particular de la historia de una señora que mirando a su hijo de piel y cabellos claros recordaba sus años de servidumbre en la ciudad, años en los que quedó embarazada en la casa de sus patrones. Ella nunca pudo recordar cómo pudo ser que, sin haber conocido varón, haya quedado embarazada. Claro que nadie le creyó y la mandaron a la calle con “el milagrito”. Desde luego que es una historia muy desafortunada y que aunque hay muchas, demasiadas, incontables, no todas las historias de servidumbre son así.

Hablar de la figura de la criada es particularmente complicado, porque necesariamente se cruza con el trasfondo social que hay detrás. La servidumbre de una casa será más invisible en la medida que mayor sea la clase social en la que trabajen, no nos engañemos. Las distancias se agrandan, la percepción del mundo es distinta aún bajo el mismo techo. Una casa es ya un pequeño microcosmos, representado, especialmente, si hay trabajadores de servicio. Es por ello que es difícil hacer arte, tanto de la desventura como de lo ajeno, más porque en la estilización del sufrimiento de “los otros” muchas veces se pierde su lado humano, el lado “real” y vivo que mueve a la compasión y queda únicamente en simbolismo.

Mientras veía Roma tuve en la cabeza a Federico García Lorca y la relación que él tuvo con su nana Dolores La Colorina a quien tanto quiso, o con Anilla La Juanera; él que fue un niño rico, “un mandón” como él mismo contó años después, guardó en su memoria la voz de La Colorina, tan alegre, tan buena que la llamaban La Mae Santa; era analfabeta pero de virtuosa memoria, enciclopedia viviente de su tradición y de sus cantos andaluces. En su conferencia “Las nanas infantiles” el poeta escribió a propósito de las criadas su papel en la transmisión de la cultura oral de un país: “El niño rico tiene la nana de la mujer pobre, al mismo tiempo que le da su cándida leche silvestre, médula del país”.

Lorca escribe de las canciones de cuna españolas revelando sobre todo a la mujer pobre que inventa cancioncillas impregnadas de tristeza, para arrullar y alimentar a sus hijos con este “pan melancólico”. Perfila también la imagen de la maternidad angustiosa, esa que en la pobreza no es alegre, sino pesarosa, pues para una mujer pobre los “niños son para ellas una carga, una cruz pesada, con la cual muchas veces no pueden”.

Hay una genuinidad en Lorca difícil de igualar. Ian Gibson al escribir sobre la infancia de Federico también pone de relieve la importancia de La Colorina en la vida y la obra del poeta, incluso Francisco Lorca reconoce un eco de la oralidad de Dolores en las obras teatrales. Es curioso observar cómo el granadino les da voz a las criadas, una voz poderosa, como la de Poncia en La casa de Bernarda Alba, o una voz llena de verdad y sabiduría, como la criada en Doña Rosita la soltera.

Ciertamente que encuentro similitudes lorquianas en la Cleo de Roma, cuando ella les canta en mixteco a los niños que cuida, mostrando su cariño a través de sus canciones, en sus abrazos o cuando les arregla el pelo, ese simple gesto de cariño, que por otro lado, no puede tener con su propio hijo. Cleo pone de relieve la maternidad dolorosa de la mujer pobre, como aquella que Lorca observa, pero Roma incluso llega más lejos, al revelar esa situación de maternidad sustituta como única posibilidad.

Cuarón nos deja hermosas estampas, ricas en significado, que ponen el dedo en la llaga de un problema de clases de las nanas mexicanas indígenas, de aquellas mujeres que habitan en la invisibilidad y que hoy, al menos un poco, cobran relevancia.

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